domingo, 15 de abril de 2012



Carta a D. Eugenio López-Cortés, toledano en ejercicio

Amigo Eugenio:


Hace días que tengo voluntad de escribirle, porque no responder a sus atenciones sería una descortesía imperdonable, pero han sido semanas demasiado cargadas, entre acompañar a unos amigos que estuvieron en Málaga durante la Semana Santa y, luego, hacerme las pruebas médicas para mi revisión anual, así como atender un sin fin de asuntos menudos que me han exigido una dedicación casi completa, entre los que está el planeamiento concienzudo de un próximo viaje que tengo en proyecto realizar a Israel y a las ruinas de Petra, antes de que se desencadene el previsible conflicto entre la nación hebrea e Irán, lo que supondría un aplazamiento sine die de la peregrinación (más que viaje) a una tierra que sueño conocer desde que era niño: creo que, como escribió Julio Verne, una vida realizada supone, entre otras cosas, dar cumplimiento a las ilusiones que tuvimos cuando éramos jóvenes. Me parece que nuestras vidas adultas suelen estar demasiado desencaminadas de las metas e ideales que alguna vez soñamos, lo efímero nos apresa en su rutina y olvidamos que, a mi juicio, el enriquecimiento interior es nuestra obligación más perentoria, multiplicando y materializando en obras tangibles los dones que recibimos al nacer. Todo lo demás me parece secundario, porque estoy convencido de que el crecimiento interior siempre implica la generosidad para con los demás, sean familiares, amigos o simples conocidos: arar en campo ajeno no está mal, pero con la condición de no dejar el nuestro en barbecho y que se lo coman las malas hierbas.


Quiero decirle que mi último viaje a Toledo terminó tan maravillosamente como empezó. Pernoctar en la ciudad me permitió patearla de arriba a abajo, por la mañana, por la tarde y al anochecer, cuando las viejas piedras se vuelven doradas y se miran en el sendero de plata que marca el Tajo en su abrazo inmemorial. Sin entrar en comparaciones con otras ciudades monumentales, Toledo tiene el don especial de aunar gótico, renacimiento y barroco con los misteriosos recovecos del oriente traídos por musulmanes y judíos, algo que en España solo es tan visible en otra ciudad que pertenece a mi tierra malagueña y que supongo conocerá: Ronda, “reina de los cielos donde se ponga”, como cantaba el gran Manolo Caracol con su ronca voz casi deshecha. Y si no la conoce, haga planes para venir y comprobar lo que le digo más temprano que tarde, porque la vida es breve y es conveniente llenarla, en lo posible, de imágenes hermosas para compensar la fealdad insoportable que se nos cuela sin que la busquemos: no tenga duda de que con mucho gusto le serviré de cicerone.

Vista del Tajo
            
Palacio Mondragón
Patio del Palacio Mondragón
Balcón típico

Sus fotos de Toledo engalanada para el Corpus como una novia antigua me gustaron mucho. Ojalá que pueda experimentar por mí mismo la maravillosa vivencia que ha de suponer acceder a sus clausuras más secretas, en las que, sin duda alguna, se agazaparán las mejores y más originales esencias de un mundo tan esencial como poco reconocido (y hasta vituperado) en esta España de nuestras culpas en la que la incultura y la desmemoria colectiva han sido fomentadas desde las instancias del poder político. Yo también hice fotos muy bonitas, espectaculares algunas, que cuando tenga tiempo, después de retocarlas un poco, espero subir a las galerías de Manbos Digital, en donde, lo he comprobado, las fotos existentes no hacen justicia, ni muchísimo menos, a los esplendores toledanos.

Puerta de la Chapistería

Torre de la Catedral

Vista parcial

El Alcázar al atardecer

Artesonado de San Juan de los Reyes

En cuanto a los poemas de su amigo D. Félix, debo decirle que me gustaron de veras y que su facilidad para los sonetos, algunos muy hermosos, es admirable. No obstante, y aunque posiblemente ya sea un poco tarde, me parece que estando tan magníficamente dotado para la versificación, también debería de haber abordado la poesía desde la libertad que confiere no estar en la obligación de buscar las palabras en función de la rima: vivimos en 2012 y no debemos aferrarnos con exclusividad a formas que pertenecen a siglos muy pasados o circunscribirnos a temáticas predeterminadas. En mi caso, tuve la suerte de conocer muy pronto a altísimos poetas que ensancharon mi horizonte literario, llevándome en volandas al universo poético del siglo XX, entre los que me cabe mencionar a Jorge Guillén, vallisoletano instalado a orillas de mi mar, y al inmenso Vicente Aleixandre, antes de que le fuera concedido el Premio Nobel de Literatura, y cuyo poema “Ciudad del paraíso” dedicó, precisamente, a mi ciudad de Málaga.

La Farola

Club Mediterráneo

Estelas sobre la mar


Anochecer en Málaga

La poesía de ambos puedo denominarla “total” sin ningún género de dudas, ya que su techo es el cosmos y, por ello, no resulta imaginable concebirla encorsetada a las imposiciones, funestas a veces y artificiosas casi siempre, de la rima. Le pongo unos enlaces para que, si no conoce la obra de estos dos grandes poetas, se asome a lo que yo considero “gran poesía”. La otra, la localista o dedicada a un asunto exclusivo, me parece un arte menor y creo que la ambición poética debe ser tan alta como el mismísimo cielo y tan libérrima como el aire.




Jorge Guillén

Vicente Aleixandre

Es un hecho que, con contradictoria licencia en el uso del verbo “ser”, somos uno y somos muchos a la vez, opuestos demasiadas veces y, conforme el tiempo pasa ―mientras se achica el futuro respecto al pasado―, percibimos más intensamente la insatisfacción de una gran parte de lo vivido y lo mucho que hemos errado en nuestra trayectoria: si vivimos solos, porque la soledad no es siempre apetecible, y si acompañados, porque, en bastantes casos, no hay nada peor que la soledad compartida, es decir, vivir por inercia el sinsentido de una relación agotada y que nada nuevo puede aportarnos. Sin dejar de ser los mismos, a menudo nos percibimos distintos en aspectos fundamentales, acaso más sabios por evolución y experiencia, logros que vienen cogidos de la mano, ¿no le parece? Cuando tal cosa sucede, la realidad diaria cobra una inusitada gravedad y nuestras almas se aploman, al tiempo que se acelera la perentoriedad de vislumbrar una salida definitiva a nuestras contradicciones, una totalidad espiritual que en este mundo no se alcanza.

                

La inmensa mayoría no parece experimentar estas sensaciones y vive abocada a interesarse por las mismas banalidades en las que siempre se fijaron: salir por no quedarse en casa, tratar con gente vacía, parlotear sin decir nada, estar estúpidamente pendiente de las miserias ajenas, derrapar sin ton ni son por las consabidas mezquindades cotidianas y estar ciegos ante lo que, si nos ahondamos por dentro, tiene verdadera importancia. Estar hechos de otra manera, percibir la realidad con otros ojos supone en nuestra sociedad una penalización que, cuando llega el momento, terminamos pagando. Pero así son las cosas y lo único que podemos hacer es remar mientras nos queden fuerzas para soslayar el epicentro de los remolinos turbulentos que inevitablemente irán surgiendo, peores conforme nos volvemos mayores.


Aunque, como ya le he dicho, Toledo me cautive, no me creo capaz de vivir amurallado en su hermosura; como escribió un amigo poeta hace tiempo, “el mar es mi tipo”. Al ser inseparables (Ortega dixit) de nuestras propias circunstancias, mi querencia marítima hace que residir unos cuantos kilómetros tierra adentro me parezca poco recomendable. En el caso de cambiar mi entorno vital lo haría por Roma, la ciudad siempre pre-sentida, con-sentida, deseada, soñada, polo de atracción y eje de un universo del que me considero elemento integrante y que, ¿cómo no?, constituye el vértice gravitacional de esa historia compartida que emerge a cada paso en las orillas de de nuestro Mare Nostrum: cultura, filosofía, vida humana civilizada y legislada por el Derecho y, sobre todo, el Arte en esa soberbia ubicuidad que otorga a la civilización occidental su suprema universalidad y su vocación de eterno renacimiento o de perennidad, como se prefiera. Como tal vez le apunté en nuestra breve conversación rodeada de sombreros, la marea de la vida siempre me acaba arrastrando misteriosamente hacia ese punto neurálgico donde se cruzan o convergen los caminos, puesto que todos conducen a esa Ciudad que es urbe del mundo y orbe civilizado por antonomasia en ella misma, aunque, desde siempre y hasta que no caigamos en la barbarie que se ve venir, también sea la cittá aperta, la nunca ensimismada en su propia contemplación narcisista, la única que es "urbi et orbi" : esa Roma sagrada que es para mí, al mismo tiempo, polo de atracción y, como escribiera Alberti con su inimitable gracia gaditana, “peligro para caminantes”:


Trata de no mirar sus monumentos,
caminante, si a Roma te encaminas.
Clava cien ojos, clava cien retinas,
esclavo siempre de los pavimentos.
Trata de no mirar tantos portentos,
fuentes, palacios, cúpulas, ruinas,
pues hallarás mil muertes repentinas
si vienes a mirar―, sin miramientos.
Mira a diestra, a siniestra, al vigilante,
párate al ¡alto!, avanza al ¡adelante!,
marcha en un hilo, el ánimo suspenso.
Si vivir quieres, vuélvete paloma;
si perecer, ven, caminante, a Roma,
alma garaje, alma garaje inmenso.


Desde Castel Sant'Angelo

Cúpula de la Basílica de San Pedro

Piazza Venezia y Via del Corso
Paloma de la Plaza de San Pedro 

Plaza de San Pedro


Tumba del Soldado Desconocido en el "Vittoriano"

Le va a parecer una tontería, pero, como si de una amante se tratara, le confieso que Roma me recibe con guiños improbables de afecto, de reconocimiento cómplice que sólo muestra cuando me acerco a ella solo. En mi último retorno (septiembre/octubre del año pasado), apenas cruzar Porta Flaminia, ya sabe, el gran obelisco, los gigantescos árboles y escalinatas de de Villa Borghese colgando en el Pincio sobre los mármoles de las fuentes, las tres calles que se abren en abanico, Via del Babuino, Via del Corso y Via Ripetta, con las dos iglesias gemelas flotando en el decorado que abarca y cobija la expectación vivida del prodigio innumerable que pasa, llega y permanece, sintiendo en el alma la virginidad de la primera vez, porque llegar a Roma supone vivir en un continuo estado de expectación, tan alertas los sentidos como si estuviera de guardia en un retén de bomberos..., pero le decía que, apenas cruzar Porta Flaminia, entré en Santa Maria del Popolo en el momento justo en que bajaban de las alturas del muro, donde está colgado habitualmente, “La Conversión de San Pablo”, del Caravaggio. El lienzo lo tuve casi al alcance de la mano y, por supuesto, más accesible que nunca. Lo consideré como un signo de bienvenida, de buenos augurios. Poco más tarde, en la Trinitá dei Monti me introduje dentro de un cuadro de Zurbarán, de la serie que llamamos “de los monjes blancos”. Celebraban la Hora Sexta con el canto gregoriano de los salmos. Después de la algarabía sincopada de la multitud aglomerada en la escalinata de acceso, bajo la luminosidad calurosa del mediodía, aquello fue un respiro de frescura y de recato íntimo que disfruté con agradecimiento. A la salida, eran las doce del mediodía, la doce en reloj. Y en el aire, vibrante, clamoroso, un repique unánime de las campanas romanas anunciaba la hora del Ángelus. Entonces recordé aquellos versos de mi admirado y venerable D. Jorge Guillén:  

Era yo,
centro en aquel instante
de tanto alrededor,
quien lo veía todo
completo para un dios.
Dije: Todo, completo.
¡Las doce en el reloj!

Traslado del cuadro de Caravaggio
Iglesia de la Trinidad del Monte
Oficios de la Hora Sexta
Fue la segunda señal de reconocimiento en apenas una hora. La tercera fue en las proximidades de Campo de’Fiori, cuando el viejo Giovanni, propietario de la Trattoria der Pallaro, me recibió a la entrada del seto que delimita la terraza exterior, saludándome con la misma espontánea naturalidad que habría mostrado si yo hubiera estado allí el día anterior. Más que hostelero, lo sentí entonces como embajador plenipotenciario del Senado Romano, del que físicamente parece miembro veterano. Entonces quise creer que Roma no había tomado nota de mi ausencia y que, en cualquier caso, a través de él, la Ciudad me reconocía como uno de los suyos. Todavía me quedaba recibir el beso de Mamma Paola, que estaba en la cocina con su atuendo y modales de prima donna.

Giovanni Battista Fazi
Mamma Paola
Antipasti en la Trattoria der Pallaro

Giovanni con sus crucigramas

Ya ve, amigo Eugenio, que pierdo cualquier sentido de la proporción cuando me pongo a hablar de Roma. Sin buscarlo, me disparo. Pero no quiero alargar mi carta en demasía, ni descender a detalles más propios de una conversación directa que de una simple carta. Sólo queda decirle lo mucho que me ha alegrado su conocimiento, su bonhomía de castellano viejo y que me siga recordando con afecto después de nuestro breve encuentro en su local toledano.


Espero que nos volvamos a ver en cuanto las circunstancias sean propias. Tal vez en Toledo, o acaso en la malagueña y españolísima ciudad de Ronda, capital de la Serranía, del Tajo, cuna de maestrantes, toreros de postín ¡y de los bandoleros más famosos de España! ¡Casi ná...! Mientras, reciba mi más cordial saludo.

                                                                                                                                      

No hay comentarios:

Publicar un comentario