jueves, 13 de febrero de 2014

      La Grande Bellezza: la película




                   Viajar es  muy útil, hace  trabajar la      
                     imaginación.  El   resto  no  son  sino 
                     decepciones  y fatigas. Nuestro viaje
                     es por entero imaginario. A eso debe 
                     su fuerza.

                                     Louis-Ferdinad Celine
                                     Viaje al fin de la noche                 

El cine italiano, de esplendoroso pasado, constituye hoy la mejor alternativa a la colonización hollywoodiense de las pantallas europeas. De Italia, un país tan paralizado como España por la degradación de su casta política, no dejan de llegar excelentes propuestas de cambio a través de sus cineastas, de sus escritores o de sus periodistas. Hace ya cinco años que Roberto Saviano se atrevió a jugarse la vida con la impresionante “Gomorra”, que luego Matteo Garrone supo verter en fotogramas. Recientemente, con "Zero, zero, zero", vuelve a exponerse denunciando las redes del tráfico mundial de cocaína. También el gran Bertolucci sigue haciendo películas que no desmerecen de su enorme trayectoria. Pero con “La Grande Belleza”, la insólita película de Paolo Sorrentino, la cinematografía italiana abre un nuevo camino referencial en la historia del cine europeo, entroncando con las mejores producciones artísticas que nos han aportado tantos siglos de la más gloriosa y completa, tradición cultural que cabe rastrear en la Historia Universal, entre las que se encuentra el concepto humanístico de Belleza, incorporado por los griegos y que Roma acogió y difundió en la Antigüedad por el vasto universo sujeto a su formidable ímpetu civilizador, cuando el Mediterráneo era un lago interior romano.

Paolo Sorrentino

A veces pasa. Te encuentras con un amigo que, sin venir a cuento, vierte en tus oídos un consejo de diamante: ¡“Tienes que ir a ver “La Grande Bellezza”, no te la pierdas bajo ningún concepto”! Te sobresaltas por lo que tiene de impúdico, si lo piensas, sugerirle a alguien lo que tiene o no que hacer. Pero cuando el consejo viene de un amigo que te conoce bien, la cosa presenta otro matiz. Sabes que te lo dice por algo que te atañe. A veces, entre las personas, esos árboles que gracias a Dios no siempre te dejan ver el oscuro bosque formado por la multitud, pueden llegar a tenderse amplios y silenciosos ramajes de intuición. Por eso hice caso al amigo que me dio el consejo y al día siguiente mismo, el filme llevaba un tiempo inusual en cartelera, me fui al cine con el ánimo expectante. Tuve tiempo de leer algunas críticas, casi siempre entusiastas, pero no sería la primera vez que una película bien acogida por los críticos me decepciona. También observé que el cartel de la película ya anunciaba algo diferente: el personaje que en él aparece es un hombre maduro, que nada tiene que ver con esos estereotipos jóvenes y requeteguapos que la iconografía mediática de hoy nos presenta como oscuros objetos de deseo para consumo de las masas. Pero, aún así, “La Grande Bellezza” me cogió de improviso: no imaginaba semejante esplendor en absoluto. Tanto y tan abarcador. Porque la experiencia que me tocó vivir no fue la de ser espectador de una historia mejor o peor contada, sino la de convertirme en protagonista de un viaje milagroso encabalgado en imágenes durante el tiempo completo que duró la proyección de la película. O lo que sea...

El actor Toni Servillio

Desde que se apagan las luces de la sala, el film de Sorrentino se adueña de los sentidos del espectador, convirtiéndolo en cómplice, o más todavía, en copartícipe de una acción que no descansa, porque fluye como el tiempo, a mayor ritmo que los latidos del propio corazón. Pero lo grande del caso es que, de tan logrado y bien ensamblado, “La Grande Bellezza” no parece tener guión, sino que, por un raro milagro del azar, se nos ha concedido el don de introducirnos en otra dimensión paralela de la existencia en la que, como en el modelo de universo holográfico del que hablan algunos físicos contemporáneos, no existe separación alguna entre el observador y lo observado, de tal modo que lo que llamamos realidad es tan solo una ilusión.

Suelo preferir las películas que no me arrollen a lo bestia, pero comprendo que en “La Grande Bellezza” la desmesura del estilo está más que justificada. Desde el instante mismo en que la cámara descubre el rostro festivo de Jepp Gambardella con un cigarrillo humeante en la comisura de su amplia sonrisa, (¡qué enorme pecado para la corrección política imperante!), que surge de entre el barullo de una de las fiestas mejor rodadas de la historia del cine, conecté con la lucidez y la sensibilidad de una mirada que no deja de atraparte ni un solo instante durante las dos horas y cuarto que dura la proyección, pero que se pasan con la levedad de un suspiro, volando. Salí de la sala más que deslumbrado, ¡tanto, que las terrazas encendidas de la calle Alcazabilla me parecieron romanas! Y, desde luego, con la idea de volver a verla inmediatamente. Confieso que he terminado viéndola cuatro veces en veinte días. Sin cansarme, con la misma avidez que la vez primera, ¡todo un maratón cinematográfico que a estas alturas ya no creía posible en mi!


Sorrentino nos obsequia en su película con un atracón de imágenes hermosísimas, sí, pero también asalta y atrapa la sincronía fabulosa de la banda sonora, que forma un todo inseparable con el fluir de un discurso chispeante, irónico, amargo a veces y, sobre todo, impregnado de una sabiduría que encuentra, bajo la cháchara y el ruido, el silencio y el sentimiento, su expresión en la nostalgia, que fluye mansa y sosegada como las aguas del Tíber con las que la proyección acaba, mientras la propia mirada, irresistiblemente seducida, va pasando, uno tras otro, bajo los puentes romanos, Ponte Amadeo, Ponte Giuseppe Mazzini, Ponte Sisto, Ponte Garibaldi..., pasarelas tendidas para encauzar tanto el ajetreo de la gente que se incorporara a la rutina cotidiana, como de los que han apurado la noche hasta sus bordes y vienen de regreso de casi todo cuando la mayoría va.

Ponte Garibaldi

“La Grande Bellezza” es muchas cosas a la vez. El punto de partida es un acojonante retrato de la descomunal vida social de Toni Servillio, desde la que se proyecta una radiografía decadente del alocado narcisismo de esa parte de la alta sociedad romana afectada por el “berlusconismo” rampante, hasta convertirse en el fabuloso bestiario que desfila por la escenografía teatral más grandiosa que cabe contemplar en este mundo: Roma. Con estos ingredientes y los enormes recursos cinematográficos de que dispone, el cineasta napolitano logra la cinta más hipnótica, excéntrica y alevosamente desmesurada que he visto en mucho tiempo y uno de los mejores trabajos fotográficos que recuerdo, aparte de ser, posiblemente, la postal más espectacular que un director de cine le haya hecho nunca a la capital de Italia, de la Iglesia y del Arte Universal, porque Roma es también un vasto palimpsesto holográfico, en el que las partes reflejan el gran todo, y viceversa.

En su sorpresivo discurrir, "La Grande Bellezza" nos conduce por la fascinación a través de escenas superpuestas, enfoques magistrales y momentos incomparables, encadenados sutilmente para conseguir un pulso narrativo que nos arrastra. Es esa azotea ubicada en la Via Labicana desde la que casi puedes acariciar el Coliseo y el Colle Oppio, o esas deslumbrantes fiestorras de los ricos, las lisérgicas representaciones artísticas que nos muestran su ridiculez esperpéntica en distintos momentos de la película, la fauna que pulula por la pantalla, la rotunda brillantez de tantas frases de su inimitable guión, que tan jocosamente nos suenan en italiano, o la rara y mágica mezcla de lo suntuoso con lo decrépito, de lo sagrado con la cuasi herejía, de lo más efímero con lo que es eterno. Demasiadas cosas a la vez, que si desde el primer momento consiguen el encandilamiento del ojo, inevitablemente cómplice, lo dejan a uno gravitando en la butaca hasta ese lento y apacible viaje final por el curso del río Tíber. Pasen y vean el espectáculo, porque lo que ha hecho Sorrentino es de una belleza insoportable.



Pedazo de película, podría llegar a decirse, si no fuese mucho más que eso. Bastante más que una película, hasta diría yo. Que se abreva en Fellini, cierto, pero dándole tal dignidad a toda la amargura, incluso a todo el asco del mundo, que ser desgraciado llega a parecer un arte. Aunque no disiento de quien compara esta película con "La dolce vita", discrepo con los que ven a cada paso la huella, dependencia, guiño u homenaje a esa concreta película de Fellini. Para mi, "La Grande Bellezza" es más profunda y abarcadora, visualmente hermosa y, por descontado, contemporánea. En todo caso, la mirada entre compasiva y amorosa que Sorrentino proyecta sobre sus personajes estaría más próxima al Fellini de "Amarcord", para mí su mejor película, que los retratados en "La dolce vita". La trayectoria del cineasta napolitano gravita parcialmente sobre la crónica de “una enfermedad de la que nadie desea curarse”: el poder, sea de orden religioso, político o social. En “Il Divo” (2008), por ejemplo, repensaba la figura pública y privada del controvertido Giulio Andreotti desde la óptica de la comedia negra y caricaturesca. Su fresco del líder histórico de la Democracia Cristiana era el retrato cruel y humano de un hipócrita, celoso de su intimidad e impasible en las relaciones personales.

Jepp Gambardella nada tiene que ver con la melancolía neorrealista del Marcello Mastroianni, que en “La dolce vita” busca la pasión en una noche llena de gloria fulgurante, pero gloria al fin y al cabo. El rostro, extrañamente cómico y terriblemente conmovedor de un sobrenatural Toni Servilio, nos guía como un nuevo Dante sobre el vacío más absoluto. Sin embargo, y pese a todo, ¿hay acaso algún personaje de esta farándula pintoresca a quien el más común y sobrio de los mortales no querría acercarse, al menos durante unas horas, para observarle de cerca con la misma exacta curiosidad que despliega el entomólogo por sus queridos bichitos? Desde el comienzo del filme, en áticos disfrazados de corazón o arteria principal de la Ciudad Eterna, nos colamos en medio de la escena de la gran comedia humana bajo la mirada de todo un experto en esta clase de carnavales. Porque, como desvela Sorrentino en el impagable episodio de la jirafa, que guarda su amigo ilusionista en el escenario surrealista de las Termas de Caracalla para hacerla desaparecer en su espectáculo de magia, ¡todo es un truco! La vida entera, el amor y la muerte, el tiempo o el espacio, todo es un truco, un dichoso truco fabricado por nuestra percepción: pura filosofía hinduísta y, a la vez, Física cuántica pura y dura. Como ya lo manifestara nuestro Calderón de la Barca en “El gran teatro del mundo”: “¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son...”



Con esto también quiero hacer notar algo de lo que los espectadores no obsesionados por ver a Fellini en donde no aparece, se percatan: que la obra de Sorrentino tiene mucho de exorcismo y hasta de auto sacramental, porque Jepp Gambardella no es ajeno a las miasmas de lo sagrado, que el film trasmite al espectador en detalles a los que me referiré cuando aborde en una próxima entrada de este Blog el personaje en el que se reencarna, más que interpreta, Toni Servilio. Toda esta acumulación de lecturas yuxtapuestas, y muchísimas otras que cabría rastrear, hacen de “La Grande Bellezza” una película para extasiarse, para dejarse llevar por la corriente tiberina, aguas abajo, para volver a creer en la magia del cine y en los misteriosos embrujos de la vida. “La Grande Bellezza” supone un continuo exceso de buen gusto, creatividad, ingenio y provocación que la cinta va desplegando a lo largo de una especie de paseo por el amor y la muerte de un crítico literario, novelista dedicado al periodismo editado en revistas de papel cuché, un hombre que a sí mismo se considera tan fracasado cuando acaba de cumplir sesenta y cinco años como la sociedad en la que vive.

Toni Servillio es Jepp Gambardella

A mediados del siglo XIX, Flaubert confesaba a su amante y confidente, Louise Colet, que aspiraba a escribir un libro sobre la nada, un volumen “sin apoyos exteriores que se sostuviera solamente por la fuerza intrínseca del estilo, como la Tierra se mantiene en el aire sin necesidad de sostén”. Aquella obra, que jamás se materializó, debía nacer de la melodía de las circunstancias y de esos instantes vitales que en sí mismos nos resultan insignificantes y anodinos. No por casualidad, con ese texto utópico sueña Jepp Gambardella, genial maestro iniciático en la ceremonia de la gran confusión que es, en el fondo, cada vida, sobre todo cuando se bordea la vejez y, como nada queda por demostrar ni demostranos, cabe batirse en retirada ante el inútil pulso que puede representar satisfacer el ofrecido cuerpo de una amante idéntica a las sombras abrazadas tantos años de noches, tantos años de vanidades, de arcadas secretas, pulsiones contradictorias y sombras compartidas. Es el momento en que Gambardella, asomado en calzoncillos a un balcón sobre la noche iluminada de Piazza Navona, se vuelve y nos confiesa: “Cuando cumplí sesenta y cinco años, me hice la promesa de no volver a perder el tiempo en hacer las cosas que ya no me interesan”. Que es como decir que su proyecto vital consiste, ni más ni menos, en seguir siendo él mismo y aguantar el tipo hasta el final. No me cabe ni asomo de duda que “La Grande Bellezza” hará pasar a la historia del cine a ese actor inconmensurable que es Toni Servillio, vinculado desde ahora, y ya para siempre, a Jepp Gambardella. Tal como lo está Clark Gable con el capitán Rhett Butler de “Lo que el viento se llevó” o Marlon Brando con el Don Vito Corleone de “El Padrino”.



La película de Sorrentino, barroca, proustiana, felliniana, viscontiana y todos los adjetivos descriptivos que queramos adjudicarle, evoca de forma consciente el peso de “ese mundo de adjetivos desconocidos y metáforas imposibles”, tal y como al napolitano le gusta describir las veleidades del universo literario, al que también aportó su granito de arena con la publicación dos años atrás de su formidable y divertida novela “Todos tienen razón” (Ed. Anagrama). En ella ya nos advierte que la distracción es la máxima invención del ser humano para poder seguir adelante. “Para fingir que somos lo que no somos. Aptos para el mundo".


Alrededor de la inonoclastia más aparente que real de los personajes, de las escenas más increíbles y desopilantes, se va desplegando como el plumaje de un ave del paraíso la filosofía de Jepp, todo un lamento contenido sobre la inconsistencia de la vida, una reflexión profunda e interminable que te va empapando, que te va llenando, a veces de contagiado cinismo, a veces de un humor que bordea la misantropía, de nostalgia por lo que no pudo ser y, siempre, de calor humano impregnado de una sabiduría mucho más estoica que frívola, aunque siempre hedonista, porque su mirada a los otros rebosa de una compasión nutrida de la indulgencia que se concede a sí mismo, pues a pesar de que llegue a mostrarse beligerante cuando viene exigido por la estupidez ajena, tal como en la desternillante escena de la entrevista a la "actriz" Talia Concept, después de la puesta en escena de una performance en la que, en cueros vivos y con el emblema del Partido Comunista marcado en los vellos púbicos, la presunta diva se lanza a una carrera que le lleva a chocar de cabeza contra las piedras del acueducto que cruza la apacible llanura laciale cercana a Roma y, entre los tímidos aplausos de los pocos espectadores allí congregados, exclama a grito pelado: "¡No os quiero...!"



La vida, entendida como una historia imaginaria, un relato soñado o un viaje novelado, es el leit motiv de un filme que alude al legado del Céline del “Viaje al final de la noche” (suya es la reveladora cita inicial) y rinde homenaje a la Ciudad Eterna, una Roma imperial, barroca, eclesial, vibrante y pletórica de belleza, que se debate entre la gloria de tiempos pretéritos y la sordidez de la era Berlusconi y sus fiestas “bunga-bunga”, caldo de cultivo para descocadas de toda laya, rijosos aristócratas de postín atrapados en la nada y una alta burguesía abocada a esa intelectualidad fraudulenta, que intenta hacerse pasar por progresista y hasta filocomunista, la misma que también campa por sus respetos en esta insoportable España nuestra de cada día. Como espejo de un país de “turistas, tenderos y mercaderes enamorados de la moda y la pizza”, la capital italiana se convierte en el fastuoso trasunto escénico de una narración decididamente evocadora, nacida de la ética y de la estética de las recordaciones. De todo lo soñado, de todo lo amado, de todo lo perdido: "La nostalgia es lo que nos queda a los que no tenemos fe en el futuro", exclama con amargura uno de los personajes de la película. Nostalgia que Sorrentino eleva a la categoría de una de las Bellas Artes. Porque la añoranza de la excelencia nos mejora, “La Grande Bellezza” es una grieta luminosa en lo más profundo del infierno, y al revés. También una inmensa esperanza de descanso final como único sucedáneo conocido de la redención: pura luz que asesina. Porque no tiene fin la noche. Y si lo tiene, yo no lo recuerdo.

En su primer movimiento, atestiguando el desmayo de un turista japonés, preso de un oportuno síndrome de Stendhal, la cinta nos invita a un guateque nocturno por el que pulula lo más granado de la alta sociedad romana. Un enorme letrero luminoso de Martini preside la escena mientras los asistentes, crápulas de diverso pelaje, bailan la conga al hilo de una mezcla explosiva de “Far L'Amore” de Raffaella Carrá y una troupé de mariachis que se abre paso entre la multitud a trompetazo limpio, bien nutrida de ricachones libertinos y señoras pasadas tan de rosca como sus poses cuasi divinas, cuyas conversaciones oscilan entre la cháchara frívola de la maledicencia a consideraciones pseudointelectuales sobre el jazz etíope o la huella de Shakespeare en el teatro contemporáneo. Como si no hubiese amanecer (“las mañanas me son desconocidas”, confiesa Jepp Gambardella), todos parecen vivir ajenos a la crisis y el desengaño que impera en estos días aciagos. Aunque nada esté más lejos de la realidad: todos viven instalados en una crisis interior tan desoladora como sus esfuerzos patéticos para disimularla y cuya expresividad se perfila en todo su desgarro frente al contraste visual con la serenidad atemporal emanada de los escenarios romanos elegidos por Sorrentino para nuestro deleite, sin aspavientos propagandísticos de agencia turística, con una fresca naturalidad tan aparentemente casual como bien estudiada para causar el efecto buscado.



A poco de iniciarse la película, en la fiesta espectacular que ofrece Jepp Gamabarella en su cumpleaños, hay una conversación entre una de las actorzuelas que proliferan en esos festejos y un directorcillo teatral que quiere ligársela. El diálogo es desternillante: ella dice que ya no le motiva el teatro, que se dedica a escribir su primera novela y que le está saliendo con un tono proustiano… Ahí, el aspirante a tirarse a la casi guapa le da la réplica al vuelo, mientras la abraza por el talle como quien no hace la cosa: “¡Proust es mi escritor favorito!…, además de Ammaniti, claro”. El autor de La Recherche está presente en varios momento del filme. Y también lo está el novelista Niccolo Ammaniti, el gran retratista de la mundanidad, de la vulgaridad que afecta a la sociedad europea actual como una mala peste. Esta bipolaridad entre el universo de Proust y el de Ammaniti permite entender mejor el trabajo de Sorrentino: “Aparte de la pérdida de sentido, la pérdida de valores y la degeneración estética del comportamiento, es posible encontrar todavía la Belleza. Inmutable, eterna, absoluta…”. O sea, que aparte del mundo que describe Ammaniti en su divertidísima novela “¡Qué empiece la fiesta!”, donde anuncia que en Italia el sentido del ridículo y la vergüenza han desaparecido, hay otro mundo rebosante de belleza que hay que reencontrar, que es urgente recuperar, porque solo desde ahí tiene sentido seguir adelante con el pesado lastre de la omnipresente fealdad que acosa nuestra mirada y reproduce urbi et orbi los medios de comunicación, entregados por completo a la tarea de idiotizar a las masas.



Al igual que hace Fellini en “La dolce vita”, Sorrentino estructura su película de forma episódica para atrapar con un despliegue de ingenio al espectador, pese al extenso metraje, en un artificioso y complejo viaje al fondo de la noche por la capital italiana, acompañado en las escenas más deslumbrantes por Ramona, una mujer contradictoria, misteriosa y todavía espléndida, cuyo desasosegante perfil borda la actriz Sabrina Farilli con una sensibilidad capaz de fundir los poros del alma.

La actriz Sabrina Farilli


La visita nocturna al vedado esplendor de los palacios romanos bajo la parpadeante luz del candelabro que porta un elegantísimo cicerone, el hombre de confianza de las principesse, es de las que merecen pasar, como tantas otras del filme, a formar parte de una antología de la belleza cinematográfica.

Será muy difícil que el cine vuelva a  ser lo mismo tras “La Grande Belleza”. Porque resulta que muchos espectadores, ante algunas secuencias de este film, no pueden evitar sentir algo similar a lo que experimentó Stendhal tras su visita a la Basílica de la Santa Croce, en Florencia: “Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”.




Tras su aparente espontaneidad o sencillez, “La Grande Bellezza” es una película complicada y densamente hermosa, que, por supuesto, habrá quien encuentre larga y pesada, como hay a quien le molesta que el aceite de oliva no gotee tan rápidamente como el agua. Es también una película capaz de provocar el llanto inocente de un niño a todo un hombre hecho y derecho, cuando la muerte se hace presente en el funeral que se celebra en una pequeña iglesia barroca, mientras adensa el aire la voz sublime de una soprano que interpreta, acompañada por la imperiosa gravedad del órgano, el Requiem de “Dies irae” del compositor polaco Zbigniew Preisner. Porque otra cosa que anteriormente he mencionado y quiero volver a resaltar, porque estamos ante otro de los grandes alicientes de la película, es la formidable banda sonora. De antología, oiga.




Por bellísíma. Por hipnótica. Por hablar de la nostalgia como vía para recuperar los sueños. Por diseccionar el sentimiento de culpa que atosiga nuestras inacciones. Por tragarse viva “La dolce vita”. Por regalarnos un personaje como Jepp Gambardella, que ha compartido conmigo su mirada, obscena, ingenua, provocadora, intensa. Porque ha logrado sorprenderme en la risa, en la sonrisa y en el asombro. Por su ritmo narrativo que embriaga como una borrachera suave. Por palabras tan fuertes y sonoras como cañonazos. Por esa banda sonora de música populachera, sinfónica y sacra hasta lo sublime. Porque adoro Roma y su nostalgia me acompaña cada día, mientras espero el próximo regreso. Por todas estas razones y muchísimas más, “La Grande Bellezza” me ha seducido. El mundo no es bello, pero todavía cabe retratarlo con belleza: si hay algo bueno en la vida, por fuerza ha de estar visible en este mundo. Paolo Sorrentino me ha hablado en esta película de lo difícil que resulta encontrar la Gran Belleza en medio de tantas miserias como la aventura humana ha acumulado a lo largo de la Historia, pero que, paradógicamente, me la ha estado mostrando durante los ciento cuarenta minutos que dura su película.



Si alguien te recomienda que vayas a ver “La Grande Bellezza”, si más aún que recomendártela, te dice que tienes que ir a verla, agradéceselo porque te está haciendo un favor. Y además te está poniendo una especie de condecoración invisible. Te está contando, no sé si entre los mejores, ni siquiera entre los buenos, pero sí entre aquellos que, por lo menos una vez en su vida, se han esforzado por sacudirse la lepra de la mediocridad y hasta puede que alguna vez han buscado la excelencia. Sí, por lo menos una vez.

Mientras escribía estas líneas, me he dado cuenta de que ni siquiera miles de mis pobres palabras podrían rozar la belleza que aletea en esta película. Por eso, quiero ponerle punto final a mis comentarios sobre ella con una recomendación amistosa: Hazme caso, deja ya de leerme y mira si todavía puedes ir a ver “La Grande Bellezza” en un cine, que es donde mejor alimenta. Y si así fuese, corre hoy mismo a verla.






2 comentarios:

  1. Al hablar de Fellini sería más correcto citar 8 y 1/2 que La dolce vita, ya que allí la fiesta es interminable, y si no la conoce debe correr a descubrirla. Para el concepto de belleza inevitable sacar a colación a Friedrich Schiller y su Educación estética del hombre, y para cuestiones de alta burguesía aplicar la metodología marxista, según la cual estas gentes no pertenecerían exactamente a esa clase, clase a la que la plebe ascendente ha hecho desaparecer, sino una burguesía dedicada al teatro y al espectáculo: actrices, presentadoras de tv., escritores y periodistas.

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  2. Lo cual no quita que el artículo posea un interés extraordinario, y que todos los textos de Baena se sigan con admiración y sorpresa, como un verdadero placer estético.

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