viernes, 30 de octubre de 2015

  
CATALUÑA O EL GOLPE DE ESTADO PERMANENTE




Hace mucho, mucho tiempo que habría sido exigible a los políticos catalanes de cualquier pelaje que se ilustren, que dejen de pregonar como verdades de fe lo que cuentan en los colegios a los niños y que proclaman cada día sus druidas mediáticos. No lo harán. El suyo es un estrecho mundo bipolar: blanco o negro, los míos o los otros, conmigo o contra mí, escogidos o vituperados, en catalán o en castellano. Desconocen los honrosos términos de la convicción aseada, de la convivencia educada, de la pluralidad plural, valga la redundancia. También hace mucho que la obediencia a las leyes no debió dejarse al arbitrio personal de representantes políticos desleales con la Constitución, la misma que justifica su simple existencia y la ocupación de unos cargos públicos que han utilizado para enriquecerse a la manera siciliana.


Si estudiaran la historia de los siglos XIX y XX se verían reflejados en ella, siendo como son herederos genuinos de la política más rancia y casposa, latente desde entonces, entre proclamas y espadones. El oscurantismo retrógrado que hoy resquebraja España está siendo protagonizado por ellos. Sus masas inertes y adoctrinadas, con el bochornoso espectáculo reciente de los alcaldes cercando a la Justicia, son impropias de un país europeo civilizado y supuestamente culto. Harían bien en mirarse en el espejo de Venezuela para que husmearan la villanía que les aguarda si persisten en avanzar por ese camino. Renegando de la mesura solo conseguirán ahondar la tumba de la razón, la suya, la de los que arrastrarán y la de los que desde presupuestos solo nominalmente democráticos están dispuestos a transigir con lo que sea. Convertirse en parias descamisados a extramuros de una Europa que no es la suya y en la que no tendrán acomodo. La llave debería de estar cerrada para aquellos que aplastan la verídica pluralidad, la palabra convivencia y utilizan a la manera fascista el concepto mismo de democracia, porque fascista es la violencia institucional que vienen empleando para imponerse sobre todos los que no piensan como ellos.

En Cataluña existen suficientes elementos totalitarios para considerarla, sin más, una sociedad democrática normal, el primero de los cuales es, sin duda alguna, el incumplimiento de las leyes que nos afectan a todos los demás españoles. ¿Acaso la ignorancia ofensiva de las sentencias del Tribunal Supremo respecto a la obligatoriedad de poder optar por una enseñanza en español no es violencia? ¿No atenta esto contra uno de los fundamentales derechos humanos? ¿No es violencia la enseñanza de una Historia falseada tan desde su raíz que puede denominarse Formación del Espíritu Nacional? ¿Tal vez no lo es que los escritores catalanes cuya obra está en español sean excluidos sistemáticamente como apestados de la vida cultural catalana? ¿Es explicable, sin mediar la violencia, que la docencia pública esté recluida en el “apartheid” lingüístico patrocinado por los sucesivos gobiernos de la Generalidad? ¿Tampoco es violencia que un hombre que ha defendido como pocos las libertades democráticas como Albert Boadella haya tenido que exiliarse de Cataluña para poder vivir sin ser perseguido y atacado? ¿Por qué razones no llamamos violencia a esta política exclusiva y excluyente y sí a, la posibilidad de ejercer toda la fuerza que, según la razón, otorga al Estado la posibilidad de imponer la ley? ¿Es que las leyes no amparan el recurso de la fuerza legítima cuando las razones no bastan? ¿Desde cuándo y dónde existe un solo Estado sin poderes coercitivos? Cataluña se ha constituido en problema porque su clase política así lo ha querido y los sucesivos gobiernos nacionales no han hecho nada por impedirlo. Tantas cesiones a la minoría dirigente catalana es humillante para el resto de España y una nación puede y debe defenderse de ese “golpe de Estado permanente” (la denominación es de Mitterand) que es el independentismo catalanista.



En su “España invertebrada”, escrita en 1921, Ortega explica con manifiesta claridad que un fenómeno característico de la política española es, desde comienzos de siglo pasado, el de los regionalismos, los nacionalismos, los separatismos y, en general, de los movimientos de secesión étnica o territorial. Textualmente escribe: “Hablar ahora de regiones, de pueblos diferentes, de Cataluña, de Euzkadi, es cortar con un cuchillo una masa homogénea y tajar cuerpos distintos en lo que era un compacto volumen”. También señaló a los culpables de la situación advenida: “Unos cuantos hombres, movidos por codicias económicas, por soberbias personales, por envidias más o menos privadas, van ejecutando deliberadamente esta faena de despedazamiento nacional, que sin ellos y su caprichosa labor no existiría”.

Es necesario cuestionarse absolutamente todo de nuevo, empezando desde la Constitución misma, con pulso firme para que no tiemble el mazo. Analizar cada función. Levantar un nuevo andamiaje patrio justo, racional, coherente y presupuestariamente sostenible. La clase política ha convertido a la nación española en un erial cívico y moral. La trapisonda catalana es una de sus muestras más palpables y dolorosas. Podríamos entrar al trapo en argumentos que desmontaran el victimismo rastrero añadiendo la variable tiempo, para variar, a las presuntas afrentas pecuniarias. Se trata de un asunto largo de explicar, pero no quiero desaprovechar la ocasión para dejar claro que el catalanismo no es una corriente de opinión ancestral, sino que fue elaborada por un pequeño grupo de intelectuales a raíz del desastre del 98, que convirtieron la sede episcopal de Vic en el polo iluminista que elaboró la mitología histórica que hoy persiste, una mezcla entre las novelas de Walter Scott y los mundos de Walt Disney.



Lo que subyacía en el fondo eran los intereses de la gran burguesía catalana, proteccionista desde antiguo, que se agitó con los presupuestos librecambistas de de 1869, obra de un catalán precisamente, Figueroa. Las presiones fueron tan fuertes que Cánovas abandonó en 1891 el librecambio e impuso una tarifa arancelaria que a los catalanes les pareció poco menos que perfecta. Esta larga lucha económica había creado en el resto de España la imagen de una Cataluña egoísta e interesada, decidida a salirse con la suya a expensas de cualquier interés español. Para los teóricos del catalanismo, el “menosprecio” convirtió la defensa de sus privilegios en sentimiento de virtud ultrajada por el Estado “castellano”, como gustaban de llamar al gobierno nacional de España. Fue Admirall quien sentó las premisas del catalanismo, que no dejó de ser un movimiento propio de unos cuantos intelectuales iluminados. 


Fueron, según expresión de Cambó, “las estridencias” de Prat de la Riba las que hicieron cada vez más difícil a los españoles creer que las reivindicaciones catalanistas eran conciliables con el mantenimiento de España como Estado nacional unitario. Hay un coro numeroso repitiendo que el problema nacionalista no fue creado por una élite política, sino que obedece a causas históricas que vienen de lejos. En mi opinión, ni en su génesis, ni en su ulterior desarrollo, las cosas fueron así. Dando un gran salto hasta 1931 o 1936 (como se prefiera), hay que dejar sentado que la gran burguesía catalana apostó por el Movimiento Nacional para afianzarse en sus tradicionales privilegios ante el temporal revolucionario representado por comunistas y anarquistas.

Paradójicamente, fue el Régimen de Franco quien volvió a apostar por la industrialización de Cataluña, en menoscabo de casi todas las demás regiones españolas. Tal vez sea Monserrat Roig en su novela “Tiempo de cerezas”, quien mejor retrata la adhesión de las clases dirigentes catalanas al franquismo triunfante, algo que hoy casi ningún catalán estaría dispuesto a admitir. Quiero recordar que el nefasto Pacual Maragall fue el protegido favorito durante casi una década de José María de Porcioles, nombrado por Franco alcalde de Barcelona, puesto que desempeñó desde 1957 a 1973.

Franco es aclamado en Barcelona durante su visita de 1970

El Alcalde de Barceona, José María de Porcioles, acompaña al Caudillo

La Historia nos enseña que cuando las ideologías son forzadas en el lecho del Procusto social y la racionalidad deviene en sentimentalismo prefabricado de signo totalitario, se vuelven religiones ateas, obstruyen el progreso y desencadenan desastres. En tal caso, el Estado ha de actuar contra viento y marea. Lo siento, pero, al menos, creo que mi opinión de no transigir ni un ápice con el iluminismo catalanista, en base a una concepción más nominal que real de la palabra democracia, está mucho mejor fundamentada que las de aquellos que, frente al terremoto institucional, social y económico que plantea al conjunto de la nación española el órdago independentista, vuelven una y otra vez a sacar de sus chistera de prestidigitadores la palabra “diálogo”. Intentar el diálogo con el disparate institucionalizado y el totalitarismo independentista supone rebajarse a un nivel donde no debe bajar ningún presidente del Gobierno de España, porque humillaría a la mayor parte de los españoles.